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14 de octubre de 2018 – 28 Domingo Ordinario

 El Sínodo dedicó los primeros días a escuchar cuál es la situación de los jóvenes en el mundo de hoy. Esta semana ha tratado de interpretar esa realidad. Sin duda la sociedad es distinta pero los  impulsos juveniles son los mismos. Digamos que desean una Iglesia menos institucional, menos cerrada y más relacional, en concreto que cuente más con los jóvenes. Ellos quieren ser protagonistas en su camino de fe.  La Iglesia, sin duda, tiene una propuesta, la fe, la propia persona de Jesús, que es lo que la distingue de cualquier otra institución. En este momento, con el Sínodo la Iglesia quiere llevar una bocanada de aire fresco a los jóvenes de dentro y de fuera de la comunidad eclesial. Se pone a su servicio para que se sientan acompañados en sus decisiones y en la consecución de una vida plena.

Una vida plena es lo que buscaba aquel joven que se acercó a Jesús. Todo empieza exponiéndose a los jóvenes y dejándose cuestionar por ellos, pero luego sigue el lanzamiento de un reto que muestra que Jesús cree en la generosidad del joven para asumir compromisos que merecen la pena (Mc 10,17-30). Probablemente hoy día nos faltan ambas cosas. Ni nos dejamos interpelar por los jóvenes ni le lanzamos ningún reto valioso y creíble. Aquél joven buscaba la felicidad, que según su tradición religiosa consistía en la “vida eterna”. Sabía también que ésta no se puede adquirir mediante el esfuerzo. Se puede en cambio “heredar”, haciéndose uno creyente y, por tanto, hijo de Dios. Como hijos de Dios intentamos agradar a Dios nuestro Padre, haciendo lo que Él quiere, es decir, cumpliendo sus mandamientos.

Todo parecía ir sobre ruedas en aquel diálogo iniciado por el joven. Pero de pronto el reto lanzado por Jesús hizo que la fe de aquel joven entrase en crisis. Las personas que se encontraron con Jesús quedaron transformadas. Desgraciadamente el encuentro del joven rico con Jesús acabó frustrando la vida de una persona que se las prometía felices para el futuro. Había observado los mandamientos de Dios y podía esperar heredar la vida eterna. De pronto echa todo a perder y empieza a amargarse la vida por no ser capaz de dar un paso adelante. El obstáculo era la riqueza.

La Escritura y en particular el evangelio son siempre muy realistas porque conocen a fondo el corazón del hombre. El dinero no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla. Esta es una creencia popular de todos los tiempos. Es verdad que los sabios han intentado relativizar el dinero, el poder o la belleza y han puesto la felicidad en la sabiduría (Sab 25,6-10). Están convencidos que la sabiduría es superior a todos los demás bienes, más aún, con la sabiduría se obtienen todos los demás. En realidad la sabiduría es un don, un regalo, que no se puede alcanzar con el propio esfuerzo. Hoy día la gente cree que es el dinero el que permite obtener todas las cosas. Pero ¿cómo obtener el dinero? Ciertamente no por el esfuerzo y el trabajo. La televisión es una buena maestra en enseñar caminos alternativos.

Jesús sitúa la felicidad en seguirlo a Él y formar parte de su grupo. Para ello hay que desprenderse de las riquezas para encontrar el verdadero tesoro, Dios mismo o la persona de Jesús. Jesús es el único valor absoluto para el creyente. Ante esta exigencia, el joven ya no tuvo el coraje de seguir adelante y se marchó triste. Jesús nos coloca así ante la alternativa bíblica: o Dios o el dinero. No se puede servir a Dios y al ídolo de la riqueza. Ante la extrañeza de los propios discípulos, Jesús explicó en qué consiste el peligro de la riqueza. La riqueza, es sin duda un bien, pero un bien relativo. Desgraciadamente posee un dinamismo propio que coloca al hombre ante el abismo. En vez de ser el hombre el señor de su riqueza, las riquezas se convierten en dueño del hombre. Pidamos al Señor en la eucaristía que nos libere de la seducción del dinero para poder seguir sin trabas su llamada.


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