Preparar los caminos del Señor

6 de diciembre de 2020 – Segundo Domingo de Adviento

La pandemia está resultando una especie de test al que nos están sometiendo. ¿Saldremos mejores o peores? Dependerá de nosotros, de la actitud con la que estamos viviendo este tiempo de prueba. La cercanía de la Navidad está poniendo al descubierto el que muchas personas, las que pueden permitírselo, están pensando como siempre en el consumo. Pero hay otras que tratan de descubrir el verdadero sentido del nacimiento del Hijo de Dios en una historia siempre atormentada en la que la mayor parte de la humanidad son las víctimas. El Papa Francisco ha querido invitarnos a un cambio de cultura que vuelva a los auténticos valores humanos que facilitan la paz, la fraternidad, la amistad social. Una cultura del encuentro que no excluye a nadie.  Es el momento de la solidaridad cristiana para que haya Navidades para todos. Es la hora del compartir, de renunciar a tantas cosas superfluas para que todos puedan tener lo necesario.

Es necesaria también una palabra de esperanza basada no tanto en los cálculos humanos como en el amor de Dios que se ha comprometido para siempre a favor de los hombres. Es comprensible que para muchos la mejor noticia sería oír que la crisis ha terminado. Algo así anunciaba el profeta consolando a su pueblo (Is 40,1-5). Claro que para que la noticia fuera creíble, muchos exigirían que fuera acompañada de ofertas de trabajo, mejor no precario. Desgraciadamente, por el momento, serán pocos los que tengan esa suerte. ¿Qué nos aporta en estos momentos la esperanza cristiana? Ante todo nos dice que Dios quiere siempre nuestra felicidad y que no nos va a dejar solos en la estacada. Él nos ha ayudado a superar situaciones más difíciles en el pasado y también ahora nos sacará de la crisis.  La Palabra de Dios pone ante nuestros ojos la esperanza de un mundo nuevo en el que habite la justicia (2 Pedro 3,8-14).

Ese mundo nuevo es un regalo de Dios pero hace falta nuestra colaboración, poner en movimiento todos los recursos personales y sociales. Son necesarios sin duda pequeños gestos que muestren que se puede avanzar en ese camino hacia la tierra nueva. El profeta habla de valles que hay que levantar y montes que hay que abajar. El contraste entre la pobreza y la riqueza en nuestro mundo es cada vez más sangrante. La Palabra de Dios exige de nosotros allanar los caminos, luchar contra la injusticia y la desigualdad. Existen en nuestros caminos demasiadas curvas peligrosas que ponen en peligro nuestra vida y la de los demás; muchos baches que pueden provocar una catástrofe. De vez en cuando suena la alarma social, pero pronto nos olvidamos de las situaciones que la provocan.

¿Cómo salir de esos caminos que no llevan a ninguna parte, que tan sólo nos hacen dar vueltas en torno a nosotros mismos? Se trata de encontrar el verdadero camino, que es Jesús. Para ello hay que escuchar la voz  del evangelio que resuena en desierto de nuestras conciencias aletargadas (Mc 1,1-8). Es una palabra que nos invita a la conversión, a reconocer nuestro pecado estructural y personal, y abrirnos a la acción del Espíritu de Jesús. Se trata de tomarse en serio los compromisos que formulamos en nuestro bautismo. Que la celebración de la Eucaristía, que anticipa ya esa tierra nueva de la fraternidad, renueve en nosotros la esperanza y  nos lleve implicarnos seriamente a favor de la justicia y de la paz.


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