Permaneced en mí

29 de abril de 2018 – Quinto Domingo de Pascua

De nuevo el papa Francisco acaba de regalarnos una espléndida exhortación apostólica sobre “El llamado a la santidad en el mundo actual” (En Hispanoamérica dicen “llamado”, donde en España decimos “llamada”). Es una presentación admirable de la vida cristiana, del llamado camino espiritual por los autores espirituales. Como siempre Francisco tiene la virtud de decir en palabras sencillas e inteligibles las experiencias más profundas de las personas. La experiencia cristiana es la experiencia misma de Jesús, la experiencia del Espíritu de Dios. Es la experiencia del “amor de Dios, que ha sido infundido nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5).

Recuerda el papa que solemos decir que Dios habita en nosotros, pero habría que decir más bien: nosotros habitamos en Dios. Es lo que Jesús formula con la comparación de la vid y los sarmientos. Jesús no nos habla de conocimientos sublimes de Dios sino más bien de dar frutos en la vida ordinaria inspirándonos en su propia vida y en el evangelio, sobre todo en las bienaventuranzas que constituyen una especie de autorretrato de Jesús.

Jesús nos promete su propia vida de Resucitado, que es la vida misma de Dios. Por el bautismo hemos sido injertados en Cristo, de manera que formamos uno con Él. Por nosotros fluye la misma vida de Jesús. La comparación de la vid y de los sarmientos intenta ayudarnos a comprender esta realidad indecible e inexplicable (Jn 15,1-8). Los creyentes forman una unidad entre sí, vinculados a Cristo. Cada uno por su lado se separa del centro vital y muere. Es como si todos tuviéramos el mismo código genético, que es el del mismo Cristo Resucitado, que lo ha recibido de Dios Padre y nos lo da mediante su Espíritu. Nuestra vida es la vida misma de Dios.

A partir de ahora ya no cuentan los privilegios de un pueblo sino que cada uno tiene que producir fruto. Es verdad que esos frutos no son puramente el resultado de nuestro trabajo. El trabajo principal lo hace Dios mismo. Él es el viñador que cuida su vid y la poda de manera que no le falte nada. Nosotros somos esos sarmientos, a través de los cuales, Jesús produce frutos. Es decir, Jesús no tiene hoy día otros medios de hacerse presente entre los hombres para continuar su obra que nuestras propias personas. Es así como Dios lleva adelante su historia de salvación.

Jesús nos habla de cómo se realiza esa colaboración. En primer lugar hay que permanecer unidos a Él para que su vida pueda circular por nosotros. Pero no es un permanecer estático sino dinámico, que pone en juego todas nuestras posibilidades, a través de una escucha atenta. A través de la acogida con fe de su Palabra, Jesús nos purifica y nos limpia para que podamos producir frutos. Su Palabra tiene esa fuerza de salvación que se despliega en el creyente. Esa Palabra se hace vida y nos lleva a guardar su Palabra, sus mandamientos, sobre todo el mandamiento del amor (1 Jn 3,18-24).

En Pablo vemos de manera palpable los frutos producidos por su adhesión a Cristo (Hechos 9,26-31). Fue su nueva conducta la que convenció a los demás cristianos de que verdaderamente había cambiado de vida, había dejado de ser un perseguidor para convertirse en un apóstol que predicaba públicamente el nombre del Señor. Pablo ya no mira hacia su pasado judío y a los privilegios de su pueblo sino que entiende su vida a partir de su encuentro con Jesús y su llamada a ser apóstol de Cristo. También nosotros tenemos que cuidar ante todo nuestra relación personal con Jesús. Por medio de la eucaristía permanecemos en Jesús y Él en nosotros. De esa manera toda nuestra vida se convierte en acción de gracias a Dios por Jesucristo.


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