Mujer, qué grande es tu fe

17 de agosto de 2014 – 20 Domingo Ordinario

 

En muchos de nuestros pueblos, la religión se considera cosa de mujeres como personas más necesitadas de consuelo espiritual que los hombres. Es posible que efectivamente las mujeres sean más sensibles a las realidades espirituales. En los pueblos antiguos, en cambio, la religión, tanto la pública como la familiar, era responsabilidad ante todo del padre de familia. Pero el evangelio nos presenta cómo las mujeres van adquiriendo un protagonismo en la vida cristiana hasta aparecer como auténticos modelos de fe. No sólo la persona de la Virgen María, sino que también incluso una mujer extranjera encarna la actitud de la persona que se fía totalmente de Dios, cuando fallan los apoyos humanos.

También hoy día los emigrantes extranjeros, hombres y mujeres, nos dan lecciones de fe. Es verdad que ellos, como muestra la escena del evangelio, están atormentados por el peor de los demonios, el de la miseria, y muchas veces tienen que comer las migajas que caen de la mesa de los amos. Éstos normalmente son los del país que los contratan y muchas veces se aprovechan de ellos. Muchos probablemente llevan todavía una vida de perros pues no han encontrado un trabajo legal que les permita ganarse la vida con dignidad. En esas situaciones desesperadas, tan sólo se puede esperar un milagro de Dios.

La Iglesia, desde el principio, rompió los estrechos moldes del judaísmo para ir al encuentro de todos los pueblos y culturas y ser verdaderamente católica, es decir, universal. Ella tuvo esa capacidad admirable de encarnarse en la diversidad de culturas sin identificarse con ningún nacionalismo político, sino abierta siempre a la gran comunidad de los hijos de Dios. San Juan Crisóstomo podía decir: “el cristiano de Roma sabe que el cristiano de India es su hermano”. Es verdad que los profetas habían tenido ya una intuición de que Dios no podía ser el patrimonio de un solo pueblo sino que también los extranjeros pueden entregarse al Señor para servirlo (Isaías 56, 1.6-7).

El gran reto es el pasar de un mundo de amos y “perros” a ser verdaderos compañeros de mesa que pueden compartir el mismo pan. Ése es el ideal cristiano que hacemos presente en la celebración de la eucaristía. Todos sentados a la misma mesa, compartiendo un mismo pan y un mismo vino. El problema es que, cuando salimos de la iglesia, establecemos de nuevo las barreras y discriminaciones que habíamos suprimido al entrar.

La tentación de excluir a los emigrantes es más grande cuando estamos viviendo un período de crisis económica. Tenemos la sensación de que los emigrantes nos quitan el trabajo y el bienestar. Olvidamos fácilmente que ellos han contribuido con su trabajo y esfuerzo al bienestar y la abundancia de hace pocos años. Nuestra solidaridad debe manifestarse en estos momentos de prueba de manera que no queramos descargar las consecuencias de la crisis sobre los colectivos más débiles. Que la celebración de la eucaristía nos dé entrañas de compasión de manera que estemos dispuestos a no excluir a nadie del banquete de la vida al que todos estamos invitados.

 


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