Mi carne es verdadera comida

19 de agosto de 2018 – 20 Domingo Ordinario

 

Vivimos gracias a la comida. El hombre siempre buscó un fruto mágico que le permitiera vivir para siempre, que le diera la inmortalidad. Aunque la vida y los alimentos vienen de Dios, el hombre, sin embargo, es mortal a causa del pecado. El hombre no sólo vive de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. La Palabra de Dios, su Sabiduría, es un banquete para la persona que busca ante todo el sentido de la vida y la felicidad (Prov 9,1-6),

Jesús, en cambio, promete un alimento que garantiza la inmortalidad: su carne y su sangre (Juan 6,51-58). Esto no puede menos que escandalizar a sus oyentes que probablemente pensaron en el canibalismo o en la imposibilidad de una vida sin fin. Pero Jesús nos explica cómo eso es posible. La vida viene de Dios que es la vida en plenitud, la vida inmortal. Jesús vive por el Padre, ha recibido la vida del Padre, la vida misma de Dios, que no tiene fin. Jesús alimenta su vida, como Él dirá, haciendo la voluntad del Padre, estando siempre en sintonía con Él, haciendo que la misma vida de Dios fluya por sus venas. Pero Jesús, además, tiene la capacidad de darnos esa misma vida que ha recibido del Padre. Por eso puede prometernos la inmortalidad, el vivir para siempre.

Jesús nos da su propia vida, la vida misma de Dios, alimentándonos con su carne y su sangre. No podemos menos que evocar la imagen de la madre alimentando con su seno al bebé. Al mencionar la carne y la sangre de Jesús, el evangelio piensa sin duda en la eucaristía, misterio del cuerpo y de la sangre de Jesús. Se trata, sin duda alguna, de la vida de Jesús.

 

La Biblia llama “carne” a una vida en la debilidad. Jesús nos hace ver que lo que nutre al creyente no son los “alimentos fuertes”, sino precisamente la vida ordinaria de entrega que Él vivió a favor de nosotros. La “sangre” de Jesús evoca su pasión, su muerte cruenta, precisamente porque era débil como nosotros. El creyente que se sumerge en la vida y muerte de Jesús alcanza la inmortalidad, la resurrección. Entramos en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo a través del bautismo y de la eucaristía. Ésta es sin duda la “medicina de la inmortalidad”, como la llamaban los Padres de la Iglesia.

Cuando comemos incorporamos los alimentos a nuestras células, los asimilamos y los hacemos nuestros. No es así como logramos la inmortalidad de la vida del Señor Resucitado, pues al hacerlo nuestro, nos encontraríamos siempre con nuestro ser mortal. Ocurre, más bien, al revés. Es el Señor Resucitado el que nos incorpora a Sí y hace de nosotros personas resucitadas que viven una vida sin final.

Que la participación en esta eucaristía nos transforme en Cristo y nos dé su propia vida, la vida recibida del Padre. Esta vida es, ante todo, amor, relación personal con Dios y con los demás, relación que nos lleva a salir de nosotros mismos, para abrirnos a la vida sin límites.

 


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