El Espíritu renueva la tierra

31 de mayo de 2020 – Domingo de Pentecostés

  

Estamos todos deseando que el tiempo de confinamiento termine y se pueda volver a la llamada “nueva normalidad”. Esa normalidad, para la mayor parte de las personas que son pobres, no tiene nada de apetecible pues está amenazada por los virus de la pobreza y el hambre, que son más peligrosos que el coronavirus. Por eso el papa Francisco ha creado una comisión para estudiar el “después del coronavirus”, inspirándose en la hoja de ruta marcada por su encíclica “Laudato si’ “, sobre el cuidado de la casa común, de cuya publicación se han cumplido ahora cinco años. El papa tiene la convicción de que ha llegado la hora de un cambio profundo en la orientación de la civilización dominante.

La nueva civilización tiene que hacerse cargo de los pobres y los débiles, que son las víctimas de nuestra manera consumista de vivir. La Iglesia tiene que ser una Iglesia de los pobres y para los pobres. Sólo así será fiel al mensaje de Jesús y podrá ser fermento de nueva humanidad. Es precisamente el Espíritu Santo, el Espíritu del amor del Padre y del Hijo, enviado a la Iglesia el que hizo posible la unidad a partir de la diversidad de pueblos y culturas extrañas a la tradición judía, de la que procedían Jesús y sus discípulos. “El Espíritu renovó la faz de la tierra”.

El Espíritu hizo el milagro (Hechos 2,1-11). Él da fuerza a los apóstoles, que estaban encerrados en casa por miedo a los judíos, para salir a las plazas a dar testimonio de Jesús. Él abre el corazón y los oídos de los presentes para entender en su propia lengua las maravillas de Dios. Es decir, el Espíritu reúne la Iglesia, dándole unidad en la diversidad, para poder ser testigo ante todos los pueblos. Es el Espíritu el que pone en el corazón de los pueblos la búsqueda de la unidad, de la justicia y de la paz.

La Iglesia nace de la proclamación del Evangelio, del anuncio de Jesús. No es que primero existe la Iglesia y después empiece a predicar. La Iglesia tan sólo existe en la medida en que anuncia y hace presente a Jesús en el mundo mediante su palabra y sus obras. Esta acción no es una simple acción humana sino que es el mismo Dios el que está actuando mediante su Espíritu. No es que la Iglesia tenga el monopolio del Espíritu, que “sopla donde Él quiere”, pero podemos decir que en la Iglesia actúa con una intensidad especial.

En la comunidad eclesial todos somos protagonistas, porque todos hemos recibido el don del Espíritu, es decir, sus carismas (1 Cor 12,3-13). No tenemos que pensar sólo en dones extraordinarios, como el hablar lenguas extranjeras sin estudiarlas o hacer curaciones. Todos los dones y talentos que tenemos, sean de salud, de inteligencia, de arte y de bondad son dones del Espíritu. Cuando los reconocemos y los empleamos al servicio de la construcción del cuerpo de Cristo y de la comunidad humana, esas cualidades son verdaderos carismas. Cuando, por el contrario, las utilizamos para el provecho propio, para imponernos a los demás, las cualidades siguen siendo dones de Dios, pero no las usamos como Dios quiere.

Nosotros experimentamos que el Espíritu está presente en nosotros porque sabemos que nuestros pecados han sido perdonados ya en nuestro bautismo, antes de que nosotros pudiéramos hacer nada de bueno (Jn 20,19-23). El perdón de Dios ha sido el gran signo de su amor y ha tenido lugar con el don del Hijo y del Espíritu. Éste derrama en nuestros corazones el amor de Dios. Pidamos en esta Eucaristía que el Espíritu sigue renovando su Iglesia para que sea siempre joven y promueva iniciativas nuevas según las necesidades de estos tiempos.

 

 


Publicado

en

por

Etiquetas:

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies