El Espíritu que vive en nosotros

25 de mayo de 2014 – 6 Domingo de Pascua

La fe cristiana es ante todo un encuentro con Jesús resucitado que nos da su Espíritu. Los primeros cristianos experimentaron tan vivamente la presencia y la acción del Espíritu que pudieron decir que lo conocían porque estaba con ellos. Lo sentían como una persona con la que podían tener una relación personal como con el Señor Jesús. Hoy día el movimiento carismático ha redescubierto esa presencia y acción del Espíritu incluso bajo formas que más o menos recuerdan las manifestaciones llamativas del Espíritu en la época apostólica. La fe es una experiencia que nos llena de alegría e incluso de entusiasmo, precisamente en las situaciones en que nos sentimos más en baja forma. Los discípulos experimentaron la ausencia de Jesús, arrebatado por la muerte en la cruz. Se encontraron desvalidos en la situación de un huérfano menor de edad (Juan 14,15-21).

La resurrección suponía la reivindicación de Jesús por parte del Padre frente a la condena de las autoridades judías. Pero ellos continuaban a estar solos pues Jesús se había ido al Padre. Surgió así una anhelante espera del retorno de Jesús, que vendría a recogerlos para llevarlos consigo al Padre. Esa espera se fue alargando demasiado pero les permitió descubrir que no se encontraban solos, que Jesús había vuelto a ellos en la persona del Espíritu que les había enviado desde el Padre.

Durante la presencia terrena de Jesús, éste era su defensor y consolador. Ahora será el Espíritu el que asuma esa misión. Se sigue suponiendo que los discípulos y seguidores de Jesús se encuentran en situaciones difíciles y conflictivas en las que es necesario la ayuda, la defensa y el consuelo. Todo eso lo hace el Espíritu. Él es el Espíritu de la verdad, frente al espíritu del error en que yace el mundo. La verdad se abre camino por sí sola. Es el Espíritu el que irá reivindicando ante el mundo la persona de Jesús y su causa, ahora vivida por sus discípulos.

Esta venida de Jesús en su Espíritu es una venida íntima, que acontece en el profundo del ser de la persona. No es un acontecimiento ostentoso visible para todos, aunque acontecía a través de la imposición de manos de los apóstoles (Hechos 8,5-8.14-17). Es el misterio de la inhabitación de la Trinidad en nosotros porque donde está el Espíritu están también el Padre y el Hijo. Se trata por tanto de esa presencia amorosa de Dios en nosotros que anticipa nuestra presencia definitiva ante Dios en la gloria.

Esta presencia de Dios en nosotros es fruto del amor a Cristo. El que ama a Cristo es amado por Dios. El amado está presente en el corazón del amante. Se trata de una presencia real, consoladora y transformadora de la vida (1Pedro 3,15-18). Así el creyente va cambiándose desde el interior, asimilándose cada vez más a la persona amada. Nos vamos transformando en Dios por la acción del amor de Dios.

Esta presencia de Dios no es un vago sentimiento. Es una realidad que se traduce en lo concreto de la vida. No existe amor a Jesús sin la observancia de sus mandamientos, sobre todo del mandamiento del amor fraterno. Al que ama, Jesús se le va revelando poco a poco a través de la acción de su Espíritu y lo va introduciendo en el misterio de Dios. En la celebración de la eucaristía el Espíritu es el que transforma nuestras ofrendas del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo y el que reúne a la Iglesia extendida por toda la tierra. Pidamos que también nosotros podamos experimentar su acción transformadora en nuestras vidas.

 

 


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