Con las lámparas encendidas

8 de noviembre de 2020 – 32 Domingo Ordinario

La pandemia mundial ha puesto de manifiesto que la civilización que hemos construido no se mantiene en pie. Nos creíamos muy inteligentes y dueños del futuro y de pronto todo se ha venido a bajo como un castillo de naipes. En estos tiempos difíciles que nos tocan vivir tenemos que estar vigilantes para que no se nos perpetúen los problemas que nos han llevado a esta situación si salida. Es necesario ante todo crear unas nuevas actitudes y valores basados en la solidaridad, la fraternidad y la amistad universal como nos ha recordado el papa Francisco. Nuestras esperanzas no  se basan en los cálculos puramente humanos sino en la certeza del compromiso de Dios con los hombres. El quiere una única familia en la que todos cuidemos a todos y cuidemos al planeta tierra para las generaciones futuras.

Nuestra fe cristiana se ha ido extinguiendo en el corazón de las personas y como consecuencia también en la vida de la sociedad han ido desapareciendo muchos valores cristianos, sustituidos por otro tipo de valores o  simplemente por un vacío de valores. Ha ido desapareciendo de nuestra cultura ese horizonte de esperanza y de eternidad que la fe cristiana infunde en el corazón de los creyentes (1 Tes 4,12-17). El impacto ha sido particularmente intenso en los jóvenes que ven su futuro cada vez más bloqueado y tienen la tentación de hundirse en una cultura de la diversión y disfrute.

La fe se ha ido extinguiendo por falta de combustible, como las lámparas de la parábola, en la que las jovencitas por falta de previsión se quedaron sin aceite (Mt 25,1-13). En algunos países da la impresión que estamos ante la última generación de creyentes. Última porque no ha querido o no ha sabido transmitir la fe a las generaciones más jóvenes. Probablemente en nuestra cultura europea, ha sido también esa falta de previsión la que ha hecho que de pronto la Iglesia se haya encontrado sumergida en una cultura para la que no había preparado a sus hijos. En un mundo en el que todos eran cristianos por tradición y ambiente, y porque no se podía ser de otra manera, la fe funcionaba a base de ese combustible: tradición, rutina, devociones, prácticas cristianas y una moral que no desentonase. Ese combustible se ha ido agotando poco a poco porque han ido desapareciendo ese tipo de estaciones en las que repostar.

¿Cuál es el combustible que nos falta hoy? Nos falta, como ya vio el P. Chaminade, la alegría de la fe. Cuando uno siente una gran alegría, la quiere compartir inmediatamente con los demás. Los cristianos hoy día damos la impresión de que no tenemos ninguna buena noticia que anunciar a este mundo sin horizontes en el que nos toca vivir. Nuestra fe es raquítica y puramente intelectual. Nos falta  una fe del corazón, asumida de manera personal, y  vivida comunitariamente al servicio del mundo. Eso es lo que quiere vivir el carisma marianista inspirado en la persona de María. Los cristianos, como el resto de las personas, vivimos en esta suave cultura del bienestar que nos adormece a todos, cristianos y no cristianos. La única manera de permanecer en vela y con combustible de reserva es “una fe que opera a través del amor”, que intenta contagiarse de unos a otros. La fe que no se transmite desaparece, como la lámpara que dispone de una cantidad determinada de aceite. Sólo encendiendo otras lámparas se podrá resistir en esta noche de la fe.

Para mantener el fuego sagrado necesitamos una comunidad eclesial que avive nuestra fe. El P. Chaminade ponía una comparación elocuente. Cuando hace frío y uno enciende fuego para calentarse, si se encienden varios trozos de leña, alejados unos de otros, acaban por apagarse. En cambio, si se les ponen a arder juntos, dan una gran llama que puede caldear el ambiente. Que esta eucaristía nos lleve a entrar en el corazón de Cristo para que su amor nos renueve y nos ayude a ser testigos de su luz y de su amor en el mundo.

 


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