Eché raíces entre un pueblo glorioso

3 de enero de 2016 -2º Domingo después de Navidad

      

Las recientes elecciones abren sin duda alguna un nuevo período en nuestra historia democrática reciente. Ha terminado la transición consensuada y se abre de nuevo un período de confrontación aguda. La historia de los pueblos de España está siendo sometida últimamente a una completa revisión. Es bueno que la misma Conferencia Episcopal haya empezado a hacer una autocrítica en la línea pedida por el Papa Francisco de no caer en una Iglesia auto-referencial, en función de sí misma. La Iglesia está al servicio de los hombres y de los pueblos. En nuestro país debiera contribuir a crear consensos. Para ello se requiere que también las fuerzas políticas sean capaces de hacer esa autocrítica.

En determinados períodos la historia de nuestros pueblos ha sido interpretada en una clave cristiana, y por más vueltas que se le dé, habrá que reconocer que el cristianismo ha sido un factor determinante, para el bien y para el mal, de esta historia. Historia que siempre estaremos tentados de mitificar y de considerarnos un pueblo glorioso con una misión especial respecto a los otros pueblos. Esa conciencia ha llevado a tantos de nuestros cristianos a poner su vida al servicio de la evangelización y a intentar crear una sociedad fundada sobre el evangelio. Visto desde nuestro tiempo, no siempre los logros han correspondido a sus intenciones, pero debemos evitar también los anacronismos de querer juzgar el pasado con nuestros criterios.

Esos cristianos estaban convencidos de que Jesús era el centro de la historia, no sólo de nuestros pueblos, sino de toda la historia universal. Al encontrarse con otras culturas  los cristianos creyeron ver siempre lo que los Padres llamaban “semillas del Verbo”. Es el Verbo el que ilumina a todo hombre (Juan 1,1-18). Por eso la fe cristiana tiene una vocación universal que va más allá de todo nacionalismo estrecho. Y, sin embargo, sabe que la encarnación exige tomar carne en la vida concreta de las personas que pertenecen a una cultura y a un pueblo concreto. Jesús nació en el pueblo judío, pero se ha convertido en el hermano universal.

Dios ha querido habitar con los hombres (Sir 24,1-4.12-16). Dios hubiera podido vivir en su espléndido aislamiento trinitario en el que no carecía de nada. Sin embargo ha querido convivir con nosotros para asociarnos a su vida divina. Y para ello ha creado la comunión y convivencia más íntima que se puede uno imaginar. Se ha inspirado en la comunión de amor de Padre e Hijo y ha querido que todos nosotros fuéramos también sus hijos en el Hijo (Ef 1,3-6.15-18). Ese plan de salvación existe desde antes de la creación del mundo. Ni tan siquiera el pecado y el rechazo del hombre lo han podido anular. El hombre sigue llamado a participar de la vida misma de Dios, de su amor, de su santidad. No se trata de una santidad de separación de lo profano, sino al contrario de una santidad que se traduce en el amor a todo lo creado.

El hombre descubre esa llamada a vivir en relación con Dios cuando entra en el profundo de su ser, yendo más allá de la banalidad y la dispersión de la vida cotidiana inauténtica en la que vivimos manipulados desde el exterior. El misterio de la encarnación es el misterio de nuestra divinización. En la celebración de la Eucaristía Jesús nos asimila a sí y hace de nosotros un solo Cristo para gloria de Dios Padre.

En determinados períodos la historia de nuestros pueblos ha sido interpretada en una clave cristiana, y por más vueltas que se le dé, habrá que reconocer que el cristianismo ha sido un factor determinante, para el bien y para el mal, de esta historia. Historia que siempre estaremos tentados de mitificar y de considerarnos un pueblo glorioso con una misión especial respecto a los otros pueblos. Esa conciencia ha llevado a tantos de nuestros cristianos a poner su vida al servicio de la evangelización y a intentar crear una sociedad fundada sobre el evangelio. Visto de nuestro tiempo, no siempre los logros han correspondido a sus intenciones.

Esos cristianos estaban convencidos de que Jesús era el centro de la historia, no sólo de nuestros pueblos, sino de toda la historia universal. Al encontrarse con otras culturas  los cristianos creyeron ver siempre lo que los Padres llamaban “semillas del Verbo”. Es el Verbo el que ilumina a todo hombre (Juan 1,1-18). Por eso la fe cristiana tiene una vocación universal que va más allá de todo nacionalismo estrecho. Y, sin embargo, sabe que la encarnación exige tomar carne en la vida concreta de las personas que pertenecen a una cultura y a un pueblo concreto. Jesús nació en el pueblo judío, pero se ha convertido en el hermano universal.

Dios ha querido habitar con los hombres (Sir 24,1-4.12-16). Dios hubiera podido vivir en su espléndido aislamiento trinitario en el que no carecía de nada. Sin embargo ha querido convivir con nosotros para asociarnos a su vida divina. Y para ello ha creado la comunión y convivencia más íntima que se puede uno imaginar. Se ha inspirado en la comunión de amor de Padre e Hijo y ha querido que todos nosotros fuéramos también sus hijos en el Hijo (Ef 1,3-6.15-18). Ese plan de salvación existe desde antes de la creación del mundo. Ni tan siquiera el pecado y el rechazo del hombre lo han podido anular. El hombre sigue llamado a participar de la vida misma de Dios, de su amor, de su santidad. No se trata de una santidad de separación de lo profano, sino al contrario de una santidad que se traduce en el amor a todo lo creado.

El hombre descubre esa llamada a vivir en relación con Dios cuando entra en el profundo de su ser, yendo más allá de la banalidad y la dispersión de la vida cotidiana inauténtica en la que vivimos manipulados desde el exterior. El misterio de la encarnación es el misterio de nuestra divinización. En la celebración de la Eucaristía Jesús nos asimila a sí y hace de nosotros un solo Cristo para gloria de Dios Padre.


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