La gran alegría para todo el pueblo

25 de Diciembre de 2013 – Natividad del Señor, Misa de Medianoche

 

No me ha tocado la lotería, pero estoy contento. Ayer me decía un niño: «a nosotros tampoco nos ha tocado». Entonces le dije: «así que seguimos siendo pobres». El me dijo: «yo no soy pobre». Su familia es una de tantas de este barrio de la periferia. Es una familia que irradia una gran alegría, que se ve claramente en los dos hijos que tienen. Esa alegría les viene ante todo de que son creyentes y se han encontrado con Cristo. Y hablan de ello a los demás. No dejemos que nos roben la alegría. La crisis continúa para muchos, pero la alegría de la Navidad no se basa en la cantidad de cosas que podamos comprar sino en el encuentro con Jesús, mendigo de nuestro amor. Él sí que fue pobre y su venida nos recuerda lo que el cardenal emérito de Sao Paulo le dijo al papa: No te olvides de los pobres.

La primera Navidad sucedió en la pobreza, que en aquellos tiempos era la tónica dominante (Lc 2,1-20). Todo parecía desarrollarse en la más completa normalidad de personas pobres que se vieron obligadas a hacer un viaje en circunstancias nada agradables. Nació Jesús y el evangelista escuetamente dice que “María lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tuvieron sitio en la posada”. El nacimiento de Jesús no es ningún cuento de hadas. En el portal no hay ángeles que revoloteen y que con su luz disipen la oscuridad. No hay ningún mensajero del cielo que venga a explicarles por qué el Hijo de Dios ha tenido que nacer en unas condiciones casi infra-humanas. El ambiente es tan tenso que nadie dice nada. Pero todos comprendemos que gracias a esa pobreza Jesús pudo solidarizarse con todos los hombres de la tierra, la mayoría de los cuales vive en pobreza.

Por eso el misterio es revelado a unos pastores que tenían poco que ver con aquella familia, pero la pobreza nos hace a todos hermanos. Ellos fueron los destinatarios de la Buena Noticia, del Evangelio. Fueron ellos los que vivieron la noche transfigurada y supieron ponerse en camino para adorar al Salvador. Supieron reconocerlo en la humildad de los signos: un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Y sin quererlo se convirtieron en los primeros apóstoles y evangelistas. Fueron ellos los que les contaron a María y José el mensaje recibido de los ángeles, que aclara el misterio de aquel niño.

La presencia de Jesús ilumina la noche oscura de nuestro mundo y envuelve en su claridad a todos los que lo esperan como un día los pastores. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande (Is 9,2-7). Se trata sin duda de la luz de la resurrección del Señor, misterio que ilumina toda la vida de Jesús, también su nacimiento. Sin la perspectiva de la resurrección, de nuestra propia resurrección, las Navidades se nos convierten en puro consumo, en “comamos y bebamos, que mañana moriremos”. No es esa la finalidad de nuestras vidas. Estamos llamados a gozar de la alegría eterna del Señor resucitado, que irrumpió en la realidad de nuestro mundo ya con su nacimiento. Entonces la mayoría de la gente no se enteró, pero los que lo acogieron con fe como María, José, los pastores, Simeón y Ana, vieron sus vidas totalmente transformadas y llenas de la plenitud de Dios que colmaba todos sus deseos.

El nacimiento de Jesús es la liberación de la opresión y del yugo al que estamos sometidos en la cotidianidad de la existencia, una existencia que continúa alienada entre las cosas. Tan sólo abriéndonos a Dios y a los hermanos concretos nuestra existencia es rescatada y adquiere un sentido. Lo llamativo en la liberación que anuncia el profeta es que no viene realizada por un héroe o un superhombre, sino precisamente por un niño. Dios ha querido tener un rostro humano y ha elegido el rostro del niño que irradia totalmente la alegría y la paz de Dios. Que la celebración de esta Navidad les conceda la paz y la alegría que el Señor trajo al mundo y que yo deseo para todos ustedes.

 


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