La alegría de ser creyente

6 de agosto de 2017 – La Transfiguración del Señor

 

La fe cristiana se basa en una experiencia y no en cuentos o habladurías. Hay experiencias inolvidables. Hay experiencias de plenitud que se enriquecen cada vez más con las nuevas experiencias que uno va haciendo. San Pedro nos cuenta su experiencia de la transfiguración de Jesús, de la que fue testigo ocular junto con los otros dos apóstoles (2 Ped 1,16-19). Aparecen también en la escena dos representantes del Pueblo de Israel. Moisés personifica la Ley y Elías los Profetas. Esos dos personajes habían muerto muchos siglos antes. Si aparecen dialogando con Jesús es porque están vivos, están resucitados (Mt 17,1-9).

Jesús aparece transformado ante estos testigos. Su persona apareció resplandeciente y hasta sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. Las imágenes usadas hacen alusión a las apariciones del Resucitado. Se trata de una irrupción de la gloria, de lo definitivo, en la vida de Jesús. Eso es lo que llevará a pleno cumplimiento su resurrección. Jesús es Hijo de Dios desde toda la eternidad, lo es también desde el momento de su concepción en el seno de María. Pero esa filiación se realizará a lo largo de su existencia mediante su obediencia al Padre que culmina en el momento de la pasión y encuentra la respuesta de Dios en la resurrección.

El que vivió a fondo esa experiencia fue sin duda Jesús. Fue una experiencia que lo transformó totalmente, anticipando lo que será su ser resucitado. Pero también los apóstoles quedaron impactados de tal manera que Pedro llega a exclamar: Qué bien se está aquí. Tiene la sensación del que el tiempo ha sido abolido y le gustaría que esa experiencia no fuera pasajera. Es por tanto una experiencia inagotable que supera las posibilidades humanas presentes. Es la experiencia del resucitado que funda toda la experiencia de fe de los discípulos y de sus seguidores, entre los que estamos nosotros.

El apóstol ve en todo esto la confirmación de las palabras de los profetas. Interpreta lo vivido a la luz de lo que nos cuenta el Libro de Daniel (Dan 7, 9-10.13-14). Dios mismo entrega su poder a un hombre. Para los creyentes ese hombre es Jesús. Esas palabras siguen siendo válidas para nosotros pues iluminan todavía nuestra noche oscura con la certeza de que el día va a brillar, también para nosotros, como ya brilló para Jesús. En la transfiguración de Jesús se revela el mismo Padre proclamándolo su Hijo amado e indicando que es a Jesús a quien ahora hay que escuchar. Es a través de su palabra como siguen resonando hoy día la Ley y los Profetas.

Pedro sin duda olvidó esta experiencia en el momento de la pasión, pero después de la resurrección la comprendió a fondo. Se dio cuenta de que en ella no sólo se había anticipado la resurrección de Jesús sino la venida de lo definitivo, del final de los tiempos. No nos olvidemos nosotros de que nuestra vida está orientada hacia lo definitivo que ha irrumpido ya en nuestra historia. La experiencia del Resucitado en nuestras vidas relativiza sin duda todas las grandezas humanas que son siempre realidades penúltimas. Pero eso no nos lleva a evadirnos de los retos de la historia presente. No podemos quedarnos satisfechos diciendo: qué bien estamos, sino que tenemos que ser conscientes de que nuestro mundo tiene que ser todavía transformado. Que nuestra participación en la eucaristía nos dé esas fuerzas que necesitamos para seguir tratando de construir una civilización del amor.

 


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