El justo vivirá por su fe

6 de octubre de 2013 – 27 Domingo Ordinario

Estamos casi al final del Año de la Fe proclamado por Benedicto XVI y marcado por el Sínodo para la transmisión de la Fe y la encíclica la Luz de la Fe, firmada por el papa Francisco. Aunque sea pronto para apreciar lo que ha ocurrido este año, no cabe duda de que se está produciendo un movimiento en la vida un tanto aletargada de los creyentes. Se venía constatando baja intensidad de vida cristiana, que afecta incluso a la jerarquía y a la vida religiosa.  La separación de fe y vida hace que nuestras vidas tengan poco que decir a los no creyentes. La fe no se ha hecho vida. También en el evangelio se muestra muchas veces la falta de fe o la poca fe no sólo de las muchedumbres sino también de los discípulos. Ellos mismos se dan cuenta de ello y por eso piden a Jesús que aumente su fe, su adhesión incondicional a su persona (Lc 17,5-10).

Tanto Benedicto como Francisco han visto en la excesiva preocupación de la Iglesia por sí misma la causa de esta situación y tratan de reorientar el rumbo. La Iglesia está al servicio del Reino de Dios que anunciaba Jesús. La Iglesia no debe preocuparse de hacer proselitismo para ser más y tener más poder en la sociedad, sino que debe preocuparse siempre del hombre concreto. Jesús pone a los discípulos el modelo del servidor. Esa imagen fue la que empleó Benedicto en su primera aparición apenas proclamado papa: “soy un humilde trabajador en la viña del Señor”. Como el servidor, el creyente tiene que hacer todo lo mandado. Y considerar que es lo más normal, que no tiene nada de extraordinario. El servidor está para hacer lo que manda su amo. Incluso cuando haya hecho todo muy bien, continuará siendo  siempre un pobre servidor.

De esa manera la fe no nos separa de todos los hombres de buena voluntad que buscan implantar la justicia en el mundo y que hacen suya la causa de los pobres. Al contrario, la fe nos lleva a unir nuestros esfuerzos con todos los constructores de justicia y de paz. La fe lleva al diálogo con todos, abierta a aprender también de los que se declaran no creyentes pero que vemos que tienen una actitud de servicio y un deseo en el fondo de vivir las bienaventuranzas. Creyentes y no creyentes vivimos en el mismo mundo de desgracias, trabajos, violencias, catástrofes, luchas y contiendas (Hab. 1, 2-3; 2,2-4). Ante esas situaciones el creyente no se deja arrebatar la esperanza sino que vive de la fe en el amor misericordioso del Padre que  quiere un mundo de hermanos. El creyente trata de contagiar esa esperanza a los no creyentes para que tampoco ellos se dejen vencer por el desánimo.

San Pablo era consciente del problema y por eso recomienda a su discípulo Timoteo que avive el fuego de la gracia que recibió con la ordenación (2 Tim 1,6-8.13-14). Los cristianos en estos momentos nos estamos mostrando demasiado cobardes en la manera de vivir nuestra fe. Hace falta un espíritu de energía, de amor y de sensatez. Como suele repetir el papa Francisco, tenemos que ser creativos ante la realidad injusta en la que estamos viviendo. No se pueden repetir sin más las mismas fórmulas sino que el amor tiene que suscitar iniciativas nuevas. Que esta Eucaristía nos haga entrar de verdad en el misterio de la fe de manera que nuestras vidas sean cambiadas por el encuentro con Cristo y vivan con intensidad su seguimiento.

 


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