Dar frutos abundantes

3 de mayo de 2015 – Quinto Domingo de Pascua

La situación actual de nuestro mundo pone en cuestión a los países tradicionalmente cristianos, en muchos de los cuales hay gobernantes cristianos. Da la impresión que da igual que éstos sean creyentes o no. Todos gobiernan como si Dios no existiera, preocupados únicamente de perpetuarse en el poder y sacar tajada. La fe parece reducirse a una actitud interior que no tiene ningún impacto en la vida personal ni social.

A veces resulta difícil ver en qué nos diferenciamos los creyentes de los que no lo son. Vivimos prácticamente las mismas realidades y en los signos exteriores no nos diferenciamos en nada. Es verdad que los grandes valores no son monopolio de los cristianos, pero los creyentes debieran vivirlos con una intensidad especial. Debieran, como nos recuerda el papa Francisco, irradiar una alegría y felicidad que atrajera a los demás. Lo que hoy día muchas veces echamos de menos son testigos creíbles, que muestren con sus vidas que la fe en Cristo permite la plena realización del hombre, de todo hombre. A veces los cristianos ofrecemos el espectáculo de personas poco resucitadas y poco dispuestas a compartir los frutos que recibimos de Dios. El único lenguaje que entiende el mundo de hoy es el del amor, el de la caridad, el del servicio al pobre.

Jesús nos promete su propia vida de Resucitado, que es la vida misma de Dios. Por el bautismo hemos sido injertados en Cristo, de manera que formamos uno con Él. Por nosotros fluye la misma vida de Jesús. La comparación de la vid y de los sarmientos intenta ayudarnos a comprender esta realidad indecible e inexplicable ( Jn 15,1-8). Jesús es la vid verdadera que ha realizado lo que Dios esperaba de su pueblo Israel, viña plantada y cuidada con todo esmero, pero que no supo ser fiel al amor de Dios.

Podemos permanecer en Cristo porque Él permanece en nosotros. Su vida en nosotros no es una realidad puramente natural, que estaría garantizada por el mero hecho de haberla recibido. Es una vida que ha sido confiada a nuestra responsabilidad y que debemos cuidar con todo esmero. Es verdad que el trabajo principal lo hace Dios mismo. Él es el viñador que cuida su vid y la poda de manera que brote siempre vida nueva. Nosotros somos esos sarmientos, a través de los cuales, Jesús produce frutos. Es decir, Jesús no tiene hoy día otros medios de hacerse presente entre los hombres para continuar su obra que nuestras propias personas. Es así como Dios lleva adelante su historia de salvación. Tenemos que colaborar con Él y echarle una mano para que su plan siga adelante.

Jesús nos habla de cómo se realiza esa colaboración. En primer lugar hay que permanecer unidos a Él para que su vida pueda circular por nosotros. Pero no es un permanecer estático sino dinámico, que pone en juego todas nuestras posibilidades, a través de una escucha atenta de la Palabra. A través de la acogida con fe de su Palabra, Jesús nos purifica y nos limpia para que podamos producir frutos. Su Palabra tiene esa fuerza de salvación que se despliega en el creyente.

Esa Palabra se hace vida y nos lleva a guardar su Palabra, sus mandamientos, sobre todo el mandamiento del amor (1 Jn 3,18-24). Ése el es gran fruto, la gran propuesta y el gran empeño de los cristianos: construir la civilización del amor. Sin obras y verdad, no hay amor auténtico. El amor es verdadero, fiel. Sin esa fidelidad a Dios, a los demás, y a la historia presente, el amor se volatiza y deja un vacío que los hombres intentan llenar afanosamente con las cosas.

En Pablo vemos de manera palpable los frutos producidos por su adhesión a Cristo (Hechos 9,26-31). Fue su nueva conducta la que convenció a los demás cristianos de que verdaderamente había cambiado de vida, había dejado de ser un perseguidor para convertirse en un apóstol que predicaba públicamente el nombre del Señor. En esa línea se sitúa la propuesta del P. Chaminade: ofrecer al mundo el espectáculo de un pueblo de santos y mostrar que el evangelio puede producir hoy día los mismos frutos que en tiempos de la Iglesia primitiva. Que la celebración de la eucaristía fortalezca nuestra unión con Cristo y con los demás de manera que produzcamos frutos de buenas obras.


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