Amar al prójimo como a uno mismo

29 de octubre de 2017 – 30 Domingo Ordinario

El volumen de conocimientos de nuestro tiempo está en buena medida a disposición de todos en  Internet. En tiempo de Jesús, la Biblia era para el pueblo de Israel una buena enciclopedia de todos los saberes divinos y humanos. A la mayoría de los judíos debía parecerle ya demasiado compleja. Nada extraño que los doctores de la ley intentaran buscar un hilo conductor en ese inmenso laberinto. La pregunta sobre el mandamiento principal no es simplemente un intento de concentrar la moral bíblica en él, sino que en él se resume también toda la historia de la salvación.

La respuesta de Jesús supone una reflexión e interpretación personal ya que  no corresponde al texto del llamado decálogo o diez mandamientos, sino que toma otros textos de la Escritura, en particular el “shema Israel”, confesión de fe tradicional entre los judíos del tiempo de Jesús. En ella se profesa la unicidad de Dios y la obligación de un amor total (Mt 22,34-40). Se supone sin duda que ese Dios es alguien con el que uno está familiarizado y es el que ha liberado a Israel de Egipto y ha hecho alianza de amor con su pueblo.

Mientras el hombre actual se coloca a sí mismo en el centro de todo, el hombre religioso de todos los tiempos ha hecho de Dios el centro de su existencia. Sólo Dios es el absoluto, que exige abandonar los ídolos (1 Tes 1, 5c-10). Los hombres, yo o los demás, y las cosas nos situamos en relación con Dios. Somos relativos. Por eso el mandamiento principal es el “amar a Dios”, lo cual implica orientar hacia El todo lo que existe, personas y cosas. Este amor a Dios es una relación que brota de la alianza entre Dios y el hombre, vivida por el pueblo de Dios. En esta alianza es Dios el que ha tenido la iniciativa. Nuestro amor es una respuesta al que nos amó primero.

Lo más original de la respuesta de Jesús es que no cita el mandamiento principal sino que menciona  dos mandamientos, uno semejante al otro. Lo que Jesús ha unido no lo separemos los hombres. La alianza con Dios crea también unas relaciones entre los miembros del pueblo de Dios. Son también unas relaciones de amor. Los miembros del pueblo se pertenecen unos a otros. No se pueda practicar la exclusión del extranjero, de la viuda, del huérfano, del pobre. El amor a Dios se expresa en unas relaciones concretas con el prójimo, empezando por el más cercano y necesitado y abriéndose a todo hombre (Ex 22,20-26).

En esas relaciones de amor, no se excluye el amarse a sí mismo aunque sin caer en el egoísmo. Sólo una persona que se ama, porque se siente amada por Dios, es capaz de amar a los demás, que también son amados por Dios. Amar al prójimo como a sí mismo significa amarlo mucho, porque uno se ama mucho a sí mismo, y porque Dios lo ama mucho. El amor es la clave de comprensión de toda la Escritura, de la Ley y los Profetas, que tratan de explicitar las exigencias del amor en las diversas situaciones de la vida. En realidad la Escritura, como historia de la salvación, es esa gran novela del amor de Dios, con sus alegrías y frustraciones. Ese amor se derrama a raudales cuando Dios en Jesús se hace Eucaristía y sella la nueva alianza en su sangre.


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